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Por Carlos Butera

¿Qué hace un detective privado para sobrevivir en tiempos de pandemia? A uno no lo preparan para enfrentar este tipo de cosas. A lo sumo, cuentas con que hay buenas y malas rachas de trabajo, que cuando es temporada de vacas gordas tienes que ahorrar para cuando la hacienda venga flaca, pero esta situación actual no tiene antecedentes. No, señor. El mundo está paralizado. Los primeros días, O’Rourke, que había estado ocupándose de un par de casos bien remunerados -, adulterios, estafadores que habían echado a volar, y hasta la heredera de una gran fortuna cuyo paradero se desconocía-, sintió que el destino le estaba ofreciendo un recreo. Cuarenta días de vacaciones. Porque de eso se trata la cuarentena, de cuarenta días rascándote los huevos. ¿O qué? Y qué importa que lo hagas encerrado en la madriguera en la que vives o en un hotel de cinco estrellas en Miami Beach. Llamó a Brenda y la puso al tanto de su idea, y Brenda le dijo: oye irlandés cabeza hueca, ¿cómo se te ocurre que puedes irte de vacaciones, con ese virus acechando ahí afuera, cerebro de mantequilla? Entonces O’Rourke telefoneó a su agencia de viajes y le dijeron básicamente lo mismo que Brenda, sólo que sin referencias ofensivas hacia su condición intelectual. Volvió a llamar a su amiga y le preguntó si no querría enviar a su hijo Samy, un delincuente juvenil en potencia, a pasar la cuarentena con su padre, y Brenda le recordó que el padre de la criatura era médico del hospital del Estado, y por lo tanto, potencial vehículo del virus. Descartado. Una verdadera lástima, porque Brenda tiene esa gran casa con piscina y un parque de quinientos metros cuadrados. Joder. O’Rourke debía guardarse en su horrible y polvorienta covacha.

Los fondos de O’Rourke comenzaron a mermar – nadie esperaba que la cuarentena se transformara primero en una sesentena y luego en una noventena – y no tuvo más remedio que inventar algo para no terminar en bancarrota. En realidad, no fue idea suya, sino de Sullivan, el viejo bartender del Red Dragon, pub al que solía ir O’Rourke a beberse un par de whiskies de vez en cuando. Una noche, luego de prepararse un Jack Daniel’s con soda, se echó en su sillón destartalado y llamó al viejo por teléfono. El viejo le preguntó: ¿por qué no das clases on-line de eso a lo que tú te dedicas? En los años cincuenta, un tío que conozco se hizo rico con un curso de investigador privado por correo, ¿te acuerdas? Su aviso aparecía en la página final de los comics. Sí, no me vengas con eso, ya sé que ya nadie lee comics, pero ahora existe algo llamado Instagram y esa otra cosa llamada Zoom. Mi hija está tirando las cartas por Zoom y le está yendo bastante bien. O’Rourke estuvo dándole vueltas al asunto y esa misma madrugada pergeñó todo el programa. Estaba tan entusiasmado que hasta aseó y acomodó su casa para que se viera bien a través de la cámara. Pero después de un par de video-llamadas informativas con un par de subnormales interesados en sus clases on-line -, uno de ellos incluso, hasta se había disfrazado de Sherlock Holmes-, abandonó del proyecto.

Una semana después, una diva de la pantalla grande en decadencia – amiga de un conocido de la esposa de un primo suyo- lo llamó para contratarlo. La mujer sospechaba que su joven amante la estaba engañando. O’Rourke tomó el caso y le pidió prestado el perro a Sullivan; qué mejor pantalla que un perro. Pero una tarde el animal se puso a perseguir a un gato y O’Rourke tuvo que abandonar la vigilancia. Entonces compró por internet un equipo de runner- el sospechoso supuestamente echaba mano a esa actividad como coartada-, y ese mismo día las autoridades anunciaron la prohibición de salir a correr.

O’Rourke estaba desesperado. El dinero se le estaba acabando y no tenía a quién recurrir. Ni pensar en pedirle un préstamo a Johnny Salvatore y acabar con un par de dedos menos en el caso de no poder cumplir con la obligación. La solución llegó junto con el delivery de comida china. Después de charlar unos minutos con el chico, O’Rourke fue hasta el teléfono y mantuvo una breve conferencia con el dueño de The Happy Pork. Al finalizar, abrió el closet y exhumó su polvorienta bicicleta. En tiempos de pandemia, no queda otra opción que reinventarse, se dijo O’Rourke. Y quién sabe, si cuando esto termine, su nueva ocupación no constituya, además de un ingreso extra, una excelente pantalla para encubrir la antigua.

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